Ser el más feliz del mundo con seis galletas
Cuando voy a visitar las comunidades,
lo que aquí llamamos itinerancia, hay muchas situaciones que me
llevan a reflexionar, a pensar en el valor que se da a las cosas, en
cómo todavía hay gente que valora las cosas pequeñas y considera
un tesoro lo que para otros es algo sin importancia, rutinario. Puede
ser una misa, una visita a un enfermo, confesarse o recibir unas
galletas que sólo cuestan unos céntimos de euro.
Esta semana he retomado las
itinerancias y he visitado las comunidades de la región fronteriza
con Colombia. Junto con la hermana Lin, una salesiana vietnamita que
acaba de llegar a Parí Cachoeira el pasado mes de septiembre, hemos
llegado a cinco comunidades. Para ella todo es nuevo, pero al mismo
tiempo todo es motivo para agradecer a Dios por poder estar allí,
consigue transmitir una sensación de alegría, de cercanía, de
ganas de ayudar y estar cerca de la gente, sobre todo de los niños y
de los enfermos. En varios momentos vi como acariciaba a los niños o
a los ancianos enfermos y en ella descubría la mano de Dios que
cuida de aquel que más lo necesita.
Para mí era la segunda vez que
visitaba estas comunidades. Fue momento de reencuentro, de sentir
cómo la gente agradece que el padre llegue para celebrar la
eucaristía, poder confesarse, estar juntos y compartir la vida. Esto
me lleva a pensar en el mercadeo sacramental que se vive en muchos
otros lugares, donde es exigido que se celebre en función de los
intereses personales de unos pocos.
En una de las comunidades era la
fiesta, había mucha gente de otros lugares, inclusive de las
comunidades vecinas de Colombia, parientes unos de otros, separados
por una línea imaginaria, que nadie en la región sabe a ciencia
cierta por donde pasa, lo que, por otra parte, no supone una
preocupación para nadie. Todo mundo encuentró un lugar para atar su
hamaca y descansar y un poco de comida para saciar el hambre, en un
ejercicio del compartir, de poner a disposición del otro lo que cada
uno tiene, aunque sea poco. Esta es una realidad que experimento cada
día, hasta en la comunidad más pobre y lejana uno encuentra gente
dispuesta a dar lo poco que tiene.
Recientemente el cardenal brasileño
Claudio Hummes decía a Radio Vaticano que “hoy
en día la presencia de padres en las aldeas indígenas es menor que
en otros tiempos, pues esta es una vocación muy especial, la de los
padres misioneros que quieran vivir en las aldeas indígenas, lo que
es lo ideal”.
Reconozco
que vivir en una aldea indígena no es fácil, faltan cosas que en la
cultura occidental, donde nací y crecí, se consideran
imprescindibles, pero que desde la misión uno asume como necesario
para llevar a cabo aquello que define la vida, el anuncio del
Evangelio. Dormir en una hamaca, bañarse en el río, hacer las
necesidades detrás de un matorral, cargar la “casa a
cuestas”,comer poco más que tortas de mandioca, es algo que queda
en segundo lugar cuando uno ve que la gente se siente feliz con
nuestra presencia. Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que recibo
mucho más que lo que doy.
Agradezco
a Dios por haberme traído hasta aquí, por poder caminar con esta
gente, con los pueblos indígenas del Río Tiquié, por compartir la
alegría de vivir con aquellos que muchos ignoran o simplemente ven
como seres exóticos y dignos de pena. Ver la mirada agradecida del
niño al que le dí un paquete con seis galletas de chocolate y como
las comía en cuanto su padre nos llevaba en la canoa de una
comunidad a otra es algo que no tiene precio, pues en él descubrí
que Dios me estaba mirando. Él pensó que había ganado un tesoro,
yo reconozco que pasé por uno de esos momentos que difícilmente se
olvidan...
Un
abrazo
Gracias por compartir con nosotros, algo tan importante. Por hacernos pensar en lo que tenemos y dar gracias a Dios en lugar de pedirle aquellos que no necesitamos.
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